Sergio González
Valladolid, 2018-2021; Cádiz, 2022-Actualidad
Era una sensación muy cercana a la desesperación.
Ninguna llamada en año y medio. Ninguna reunión con un director deportivo.
Ellos, al fin y al cabo, son los que firman a los entrenadores. Pero para eso tienes que explicarles tu modelo de trabajo. Tu filosofía de juego. En definitiva, conectar.
Y eso no había sido posible en todo ese tiempo.
Hasta que en abril de 2018 apareció la oportunidad de hablar con el director deportivo del Valladolid, Miguel Ángel Gómez. Fue gracias a la ayuda de mi agente, Antonio López, con el que apenas llevaba unos meses trabajando. Antes había estado con otro representante, pero fue después de mucho tiempo que me di cuenta de lo que necesitaba realmente.
Una persona que estuviera empezando, pero que también fuera conocido - Antonio había sido capitán del Atlético de Madrid, jugador del Mallorca, muchos años en Osasuna e internacional con España - y que tuviera ganas de moverme.
Porque yo tampoco tenía un bagaje tan fuerte como entrenador para llamar a un equipo y decir: “Soy Sergio. Aquí estoy. Si quieres me puedes contratar”.
No, yo tenía que ir por otro camino.
La oferta era muy ajustada en lo económico. No obstante, era algo normal. Desde el punto de vista del club también era una apuesta arriesgada para ellos firmar a un entrenador que llevaba tanto fuera de los banquillos. Por eso digo que siempre estaré eternamente agradecido al Valladolid por la posibilidad que me ofrecieron.
También era una oferta para muy poco tiempo: las ocho últimas jornadas de Liga. Pero había una cláusula en el contrato que daba una opción a continuar al año siguiente. Dependía de lo que hiciéramos en esos partidos. Si nos metíamos en los play-offs por el ascenso a Primera, la renovación era inmediata. Pero si no lo conseguíamos, entonces lo decidían las sensaciones que transmitiera el equipo.
En medio de todo eso vivíamos en casa una situación familiar muy especial. Estábamos a solo cuatro semanas para el nacimiento de mi segundo hijo, una niña.
Así que tenía que elegir entre quedarme en Barcelona o irme esas ocho semanas, consciente de que a lo mejor salía mal en lo deportivo y me perdía el proceso del nacimiento de mi hija.
"La entrenadores somos un poco itinerantes. Lo asemejaría con la gente que trabaja en un circo. Llegas, te instalas, pero muchas veces no sabes cuánto tiempo vas a estar"
Lo hablamos mi mujer -Irene- y yo, porque ella también sufría al verme así. Y finalmente llegamos a una conclusión.
No podía dejar pasar ese tren.
Puede que nunca más volviera a aparecer una oportunidad así. En un club de la historia y visibilidad del Valladolid. Tenía mucho que ganar y poco que perder.
En mi llegada al vestuario, lo más importante fue cómo nos aceptaron los futbolistas.
Puede sonar exagerado, pero fue como cuando encuentras a la mujer de tu vida. Ellos nos absorbieron y nosotros los absorbimos, en una relación muy fuerte desde el principio.
Creo que también ayudó que no entráramos como un elefante en una cacharrería. Nos aprovechamos de lo que había hecho Luis César Sampedro, el anterior entrenador, para hacer progresar el grupo. Los jugadores lo vieron bien y, lo más difícil, lo ejecutaron.
Después del cuarto partido de Liga, un miércoles, me llamó mi mujer para decirme que iba al hospital. Tuve la suerte de encontrar un vuelo rápido a Barcelona, dejando el entrenamiento en manos de mi segundo, Diego Ribera.
Subí al avión, nació mi hija y volví el viernes a Valladolid para jugar contra el Albacete el sábado, un partido que ganamos 3-2 y nos acercaba a los play-offs. Cuando acabó el partido paré un instante y me di cuenta de todo lo que estaba ocurriendo.
Un año y medio tranquilo y, de repente, en ocho semanas me estaba pasando de todo. Volver a entrenar, volver a ser padre, la posibilidad de conseguir el objetivo…
Y lejos de casa.
Porque esa es otra parte de la vida de un entrenador.
Somos un poco itinerantes. Lo asemejaría con la gente que trabaja en un circo. Llegas, te instalas, pero muchas veces no sabes cuánto tiempo vas a estar. Depende de si la función gusta o no. Desde el ascenso, ya sí, mi familia está instalada en Valladolid.
Ese día, cuando subimos a Primera (arriba), fue diferente a todo lo que había vivido anteriormente en un campo de fútbol como jugador cuando tuve la suerte de levantar algún título. No la Liga que es mi espina, pero sí la Copa del Rey con el Deportivo de La Coruña, la del “Centenariazo” (abajo) ante el Real Madrid en la final en el Santiago Bernabéu, y con el Espanyol en el año 2000.
Por supuesto que estaba muy feliz, pero lo era más viendo las caras de las personas de mi alrededor. Disfrutaba viendo la sonrisa de mi mujer, de los jugadores, de la gente del grupo técnico y la alegría de toda la afición.
A eso se sumó un sentimiento de realización. “Sí, joder. Sí que valgo para esto”, me dije. Después de lo que había pasado en el Espanyol, con mi salida del club cuando estábamos en mitad de la tabla, mantenía que el fútbol nos debía una. A mí y a mi segundo, y era esta.
Todas estas emociones nunca las había tenido como jugador. Cuando ganaba celebraba el momento con los compañeros. El presente, sin pensar en lo que podía haber perdido antes.
Pero como entrenador no. Incluso ganando le das mil vueltas a la cabeza a todo.
Por eso les digo a los jugadores que disfruten de lo que hacen. Que mientras sean futbolistas no piensen en nada más. Ni se saquen el curso de entrenador, ni el de director deportivo.
Nada de nada.
Ya llegará el momento de ver qué hacen en la otra vida del futbolista. Esa que empieza cuando pierdes tu rutina de levantarte para ir a entrenar todos los días a las nueve de la mañana y te dices: “¿Ahora qué hago?”
Es ahí cuando debes prepararte para una nueva situación y asumir otras responsabilidades. La que quieras. Ser entrenador, director deportivo, agente… o ya olvidar el fútbol y dedicarte a un negocio.
Yo opté por la vía de ser entrenador. Pero no con la obsesión que sí tuve de jugador, donde me repetía una y otra vez: “Tengo que serlo, tengo que serlo”.
Lo hice de manera progresiva.
Trabajando primero en el filial del Espanyol como segundo de Raúl Longhi y, más tarde, de Manolo Márquez. Aprendí mucho al lado de Manolo, sobre todo cómo encarar las charlas con los jugadores. Lo importante que es no extenderte, sino ser práctico. Enfocar el mensaje para que la atención del jugador esté activa.
"Ronaldo Nazario es una persona tremendamente positiva. Siempre te da una visión alegre de lo que está pasando. Eso ayuda mucho a todos, y más en momentos de presión"
Después Jordi Lardín -ex jugador del Espanyol y entonces a cargo del fútbol base del club- decidió darme a mí la oportunidad de llevar el filial. Hicimos un final de campeonato muy bueno y acabamos octavos. En el primer equipo, mientras, se dio un vacío. Javier Aguirre se fue y en un Espanyol de bajo presupuesto surgieron varios nombres, entre ellos el mío. Al final Óscar Perarnau, el director deportivo, acabó definiéndose por mí.
Quizás era un poco prematuro, quizás un poco atrevido, pero yo entendía que tenía la capacidad para afrontarlo. Además, contaba en el vestuario con futbolistas que habían sido mis compañeros. Sergio García y Diego Colotto, por ejemplo, con los que jugué en el Deportivo de La Coruña.
Gente que, si un entrenador tiene diez problemas en un vestuario, ellos al menos ya te han solucionado cinco por si solos.
Nos costó arrancar, pero la primera temporada fue buena, décimos en la Liga y semifinales de la Copa del Rey.
El verano después salieron muchos jugadores, pero aun así el equipo iba bien. Por eso no entendí mi salida, en una situación anómala, porque fueron circunstancias ajenas al fútbol. Pero como dije, eso ya está superado.
El fútbol me ha vuelto a dar una oportunidad. Y entrenando de nuevo en Primera División.
Me siento un privilegiado. Disfrutando cada día de mi trabajo.
Me encanta ver la actitud que tienen los jugadores. Como dan el máximo en los entrenamientos y en cada partido, sin dejarse nada dentro.
Teniendo muy cerca a un presidente como Ronaldo Nazario. Una persona tremendamente positiva.
Siempre te da una visión alegre de lo que está pasando. Eso ayuda mucho a todos, y más en momentos de presión, algo que él está muy acostumbrado a manejar por su etapa de jugador. Cuando está con nosotros, siempre lo digo, unos pocos minutos de charla con él valen como diez entrenamientos.
Todo me sirve para seguir mejorando. Encontrando diferentes matices dentro del equipo o fuera.
Por ejemplo, en los análisis de los partidos del equipo, donde ves que el rival ha hecho alguna acción interesante que puedas utilizar. También en partidos de categorías inferiores o cuando voy a ver a mi hermano -Alberto- jugar en el Europa, en Tercera División, donde su entrenador o el del equipo rival preparan alguna acción a balón parado o un determinado aspecto.
¿Por qué no?
El fútbol, al final, creo que es como la medicina. El médico nunca deja de aprender, ¿verdad? Pues un entrenador tampoco.
El objetivo es que una vez que te has subido a un tren, no se pare nunca.