1996. Ese fue el año en el que tuve mi primer acercamiento al fútbol femenino.
Era de mañana, hacía frío y estábamos con mi viejo en una estación de servicio (gasolinera) que teníamos con mi familia en la ciudad de Adrogué. Unos días antes se había decidido armar un equipo femenino en San Martín de Burzaco, un club de la zona.
Esa mañana me dijo “Hoy tengo que hacer cosas y no puedo ir a entrenar a las chicas, ¿Por qué no vas vos y les das algunas indicaciones?”.
Yo había terminado el curso de entrenador hacía poco tiempo y me entretenía dirigiendo a clubes de niños y equipos de empresas.
“Bueno, qué sé yo… voy”, le respondí sin demasiada seguridad. No tenía prejuicios, pero no sabía con qué me iba a encontrar. Era una cosa nueva para mí.
Cuando llegué, me encontré con un plantel de chicas de todas las edades. Había unas de 16 años a la par de otras de 36. Con los primeros ejercicios, noté que la práctica debía ser parecida a la de los niños.
Había que trabajar los principios básicos: el control, el pase, ni hablar del juego aéreo.
Precisamente ese punto fue el que me terminó de seducir por completo. “Esto está todo por descubrirse”, me dije.
Y desde entonces no paré con el mismo objetivo que tengo hasta el día de hoy: ayudarlas a que sean mejores jugadoras de fútbol.
No sé si a lo largo de todos estos años tuve un rol pedagógico o si me habré llegado a comportar como un docente, pero sí fui una persona que aprendió a poner el oído fuera de la cancha. Llevó tiempo, pero aprender a escuchar a mis jugadoras fue trascendental para mi vida.