La respuesta por parte del club fue increíble. Me ofrecieron ser la preparadora física del segundo equipo.
Yo había cursado los estudios de ciencia del deporte en la universidad Pablo de Olavide y acepté esa opción con mucha ilusión. Era un primer paso perfecto para mí, empezar a conocer más de cerca el comportamiento de un vestuario y la gestión del grupo.
Pero pasó algo que nadie esperaba.
Solo una semana antes de empezar la temporada, el entrenador que estaba decidió no continuar y el club resolvió que yo me hiciera responsable del equipo. Un conjunto que se creó nuevo ese año –en 2009-, con jugadoras que yo había tenido en el equipo infantil, más otras que firmamos de la provincia de Sevilla para hacer un equipo competitivo.
“El fútbol femenino ha cambiado mucho respecto a la época en que yo empecé a jugar. Sin embargo, todavía quedan muchas cosas por hacer”
Después de una temporada en el filial, subí al primer equipo del Sevilla femenino. Desde el primer momento, todas teníamos claro que debíamos remar en la misma dirección, sabiendo diferenciar muy bien hasta qué punto éramos amigas y hasta qué punto yo era la entrenadora, ya que dos temporadas antes, era jugadora de ese equipo y compartía vestuario con la gran mayoría de jugadoras.
El primer año descendimos de categoría, la antigua Superliga femenina, por aquel entonces una competición que estaba formada por tres grupos. El segundo año comenzamos la competición en Liga Nacional (Segunda División femenina) y mi primera misión como entrenadora fue reactivar al grupo, para después tener un impacto en los resultados y el juego. Con el trabajo de todas conseguimos dar la vuelta esa situación y alcanzamos el ascenso.
Cuando llegó el final de temporada valoré todo lo que había ocurrido. Lo mismo que hacía cuando jugaba. En qué había fallado, qué podía mejorar y cómo podía seguir creciendo. Al final entre la directiva y yo entendimos que en ese momento nuestros caminos se tenían que separar.